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De tripas corazón: sobre “Hara Kiri, la muerte de un guerrero” (2012), de Takashi Miike

Publicado: 2012-11-03

http://www.youtube.com/watch?v=29El4phRPaw

(Para Emilio Bustamante)

El 11 de marzo de 2011 a las 2:46pm, un terremoto de 9.0 grados en la escala de Mercalli sacudía el Japón durante casi seis minutos. Era el más feroz en toda la historia del país del Sol naciente y el quinto más intenso del mundo desde que existen los sismógrafos. Los japoneses, habituados atávicamente a lidiar con desastres naturales, estaban preparados para resistir el embate. Su sistema de alarma funcionó y la gran mayoría de edificios en las zonas no cercanas al epicentro, construidos con las regulaciones antisísmicas más avanzadas del planeta, soportó la violencia del movimiento. Y, mal que bien, el Japón salió relativamente bien parado del tsunami de olas de más de cuarenta metros de altura que lavó sin merced sus costas orientales. Pues, a pesar de la espectacular devastación que la doble tragedia dejara a su paso -y aunque es un ejercicio macabro hacer regateos con vidas humanas-, el saldo de más de casi veinte mil víctimas mortales pudo haber sido muchísimo mayor.

Lo que los japoneses no pudieron anticipar fue la reacción de sus líderes políticos y empresariales ante un efecto colateral del sismo: el calentamiento a toda velocidad de tres reactores de la central nuclear de Fukushima, cuyo sistema de enfriamiento había dejado de funcionar como consecuencia del tsunami. Confrontados ante esta situación, los funcionarios del gobierno y los técnicos de la Tokyo Electric Power Company (TEPCO) negaron una y otra vez la gravedad del incidente, a pesar de la estridente evidencia de lo contrario. Después de categorizar inicialmente la gravedad de la catástrofe como de Nivel 4 dentro de la escala de eventos nucleares, terminaron aceptando, al cabo de varios días y a regañadientes, que se trataba de un problema de Nivel 7, el máximo posible dentro de la escala. Solo entonces empezaron a tomar medidas serias para hacerle frente, pero cuidándose sobre todo de salvar la cara.

Mientras tanto, la ciudadanía veía cómo morían heroicamente algunos trabajadores que, a costa de sus vidas, se ofrecieron para intentar contener las lenguas de fuego del monstruo nuclear fuera de control –en una siniestra repetición de lo acaecido en Chernobyl, y suscitando reminiscencias de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki-, convirtiendo en humo y cenizas las declaraciones de la élite gobernante que minimizaban el peligro. Cómo sus compatriotas de la región de Fukushima eran puestos improvisadamente en cuarentena cuando ya era demasiado tarde, pues entre cien y mil de ellos sucumbirían al cáncer por exposición prolongada a la radiación en los próximos meses y lo seguirán haciendo en los próximos años. Cómo los políticos y ejecutivos que habían tomado la imprudente decisión de construir una central nuclear a orillas del mar –expuesta, por lo tanto, a la ira inmisericorde de los tsunamis- se echaban mutuamente la culpa. Sin que ninguno de los posteriores y muy ambivalentes mea culpa del Primer Ministro Yoshihiko Noda sirviera para restablecer la confianza de la población. El daño, irreversible, estaba hecho. El gobierno y el empresariado, a los que los japoneses consideraban esencialmente infalibles y honestos, les habían fallado, les habían mentido. La sensación de abandono resultante era –sigue siendo- solo equiparable al sentimiento colectivo de orfandad de las postrimerías de la derrota de la Segunda Guerra Mundial.

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En este marco, intrigaba saber qué haría Takashi Miike, genial y controvertido cineasta japonés, con Hara Kiri, la muerte de un guerrero (2012), su versión de la película Hara Kiri (1962), la obra maestra del director Masaki Kobayashi, cincuenta años exactos después de la realización del original e inmediatamente después de una catástrofe que afectó de manera tan dramática la vida de los japoneses.

http://www.youtube.com/watch?v=l86JyKO--Ts

Hara Kiri (1962) es uno de los grandes clásicos de las chanbara –o “películas de espadas”-, género cinematográfico popularísimo y de larga tradición en el Japón, que vendría a ser para los japoneses lo que el western es para los norteamericanos. Es, al mismo tiempo, una rara avis del género, pues a diferencia de la mayoría de chanbara, que glorifican a los guerreros samuráis y sacan provecho coreográfico y visual de las artes de su espada, es un alegato elocuente, virulento y directo en contra del código Bushido, la base moral en que se funda el comportamiento honorable de los samuráis.

Hara Kiri narra la historia de Hanshiro Tsugumo, un ronin –o samurái sin amo al que servir- que ha llegado a los aposentos del clan Iyi para pedir permiso para hacerse hara kiri al interior de la morada del clan, pues no puede soportar la vida de pobreza que lleva y quiere morir con honor. (Aquí es necesario señalar que el nombre original de la película en japonés es Seppuku, palabra que asigna a la ceremonia del suicidio ritual que constituye el evento central de la cinta un carácter noble y honorable del que la expresión hara kiri, más conocida en el mundo occidental, carece).

La acción tiene lugar en 1630, a inicios de la era Tokugawa, un periodo predilecto de las chanbara. Durante el tiempo prolongado de su dominio, que duró entre 1603 y 1868, el clan Tokugawa logró imponer y mantener una duradera paz a costa de la disolución de los clanes opositores, a cuyos daimyos –o señores feudales- obligaba a cometer hara kiri por la más mínima transgresión en el hiperlegislado Japón de la época, por delitos reales o no. Como consecuencia de esto, muchos samuráis se quedaron sin señor y se vieron obligados a deambular por los senderos, ciudades y campos de las islas japonesas, buscando desesperadamente qué hacer, de qué vivir.

De esto es muy consciente Kageyu Saito, el funcionario del clan Iyi que recibe a Tsugumo, quien rige los aposentos en ausencia de su señor, que está de viaje. Saito cree que la petición de Tsugumo es solo una triquiñuela para que el señor del palacio, compadecido de su suerte, lo admita en su corte de guerreros o, en el peor de los casos, le dé algo de dinero y comida para el camino, estratagema que había sido utilizada por algunos samuráis en las comarcas aledañas en tiempos recientes. Para disuadir al visitante, Saito le cuenta lo ocurrido con uno de ellos.

La historia que le cuenta es la del joven samurái Motome Chijiiwa, quien se presentara al palacio del clan Iyi para, como Tsugumo, pedir a su señor que le dejaran hacerse hara kiri al interior de sus aposentos. Si bien sospechaba de que era una engañifa para ser acogido en la corte o recibir dinero, el funcionario Saito no sabía bien cómo proceder con el recién venido. El cortesano Hikokuro Omodaka le dio una idea: hacer un escarmiento con él para desalentar intentos futuros en el mismo sentido. Saito decidió, en consecuencia, autorizar a Chijiiwa a que efectivamente hiciera hara kiri al interior del palacio. Literalmente entre la espada y la pared, Chijiiwa no tuvo más remedio que hacer aquello a lo que supuestamente había venido y abrirse el vientre con su espada.

La escena de la muerte de Chijiiwa por su propia mano es una de las más crueles y difíciles de ver de la historia del género, prolija por lo demás en escenas semejantes. Vemos a Chijiiwa intentar llevar a cabo el ritual del corte de los intestinos con una espada de bambú en lugar de con una espada de metal. Esto no solo añadía vergüenza a su ya considerable deshonor –vender la propia espada era un sacrilegio para el estricto código Bushido-, sino que aumentaba la dificultad material del acto de abrirse la vientre. Chijiiwa lo logró después de numerosísimos y escalofriantes intentos pero se mordió la lengua durante la tarea, algo considerado indigno para las normas de la muerte honorable. Irritado por la acumulación de transgresiones, el cruel Omodaka, que oficiaba de segundo en la ceremonia del hara kiri y debía culminar el acto ritual cortando la cabeza de Chijiiwa, se negó a hacerlo hasta que este hubiera culminado el suicidio según las reglas prescritas: desplazando la espada de lado a lado, con miras a facilitar la salida de los intestinos y con ello la pureza culminante del acto. Chijiiwa lo consiguió después de muchos esfuerzos y en medio de un indecible sufrimiento. Solo entonces Omodaka se dignó decapitarlo.

Al terminar de contarle la historia de Chijiiwa, Saito le pregunta a Tsugumo si persiste en su idea de hacerse hara kiri. Tsugumo dice que sí. Saito inquiere también si Tsugumo conocía a Chijiiwa. Tsugumo responde afirmativamente. Y –en un sucinto y eficaz flashback, como todos los de esta película- nos remontamos a los tiempos en que Tsugumo servía en una corte como samurái. Al momento en que su daymio recibió la orden de hacerse hara kiri y en que uno de sus compañeros siguió la senda de su señor, dejándole a Tsugumo el encargo de cuidar de su hijo huérfano. Este hijo huérfano se llamaba Motome Chijiiwa.

Al mismo tiempo que debía ganarse la vida a través del oficios alternativos, vemos a Tsugumo tratar de mantener a Miho, su hija, y a Motome. Eran tiempos difíciles pero felices, en que la constante cercanía entre Miho y Motome hizo nacer el amor entre los dos. Un amor que fue creciendo al mismo tiempo que ambos y que se cristalizó en matrimonio cuando ambos llegaron a la adultez. La alianza sagrada de los jóvenes fructificó en el nacimiento de Kingo, que convirtió a Tsugumo en abuelo, y puso hoyuelos perpetuos en sus mejillas a pesar de las carencias económicas en que todos vivían.

Poco a poco, sin embargo, estas carencias se fueron haciendo cada vez más opresivas. Un día, Kingo enfermó y Motome no tuvo más remedio que vender su espada para comprarle medicinas, pues su oficio de maestro no le daba dinero suficiente. Como estas no hicieron efecto, decidió ir al palacio del clan Iyi para pedir permiso para hacerse hara kiri, esperando obtener algo de dinero y quizá un puesto en la corte que le permitiera mantener a la familia. Cuando, en lugar de ello, fue obligado a cumplir lo que había solicitado y no pudo regresar con la medicina prometida, Miho y Kingo murieron.

Después de contar esta historia, Tsugumo dice que está listo para cometer hara kiri, y solicita que lo asista como segundo Omodoka, pero Omodoka no está presente en el palacio en ese momento. Pide entonces la asistencia de otro samurái, que también se ha excusado formalmente de ir a palacio aquel día, y luego el de un tercero, que ha alegado enfermedad para estar ausente también. Los tres -Saito y todos los samuráis lo saben-, fueron los que llevaron y entregaron el cuerpo decapitado de Motome a casa de Miho.

Tsugumo arroja entonces al suelo las coletas de los tres susodichos –a los que, por este acto, ha sumido en una vergüenza mayor que si los hubiera asesinado- y revela que ha venido efectivamente para morir, pero no sin antes denunciar con sobria pero poderosísima elocuencia la hipocresía, crueldad e inhumanidad de las autoridades y leyes que condujeron a la muerte a Motome.

La escena en que Tsugumo se enfrenta a incontables samuráis de la corte del señor de Iyi es una heroica danza de un hombre contra todos antes que un combate en regla. Al final, un Tsugumo malherido usa sus últimas fuerzas para arrojar de su pedestal la armadura vacía e imponente del ancestro samurái del clan Iyi –la imagen inicial de la película-, antes de morir.

La película termina con una voz en off ofreciendo la versión oficial de los hechos que acabamos de atestiguar, y que figurará en los anales del clan. Se trata de una versión expurgada del carácter rebelde de la acción de Tsugumo: un samurái vino a hacerse hara kiri en el palacio y tres samuráis de la corte enfermaron. Ninguna novedad alteró la muelle vida de palacio.

La carga simbólica del acto de Tsugumo ha sido silenciada. Nadie sabrá lo que realmente sucedió. El hara kiri esencial de que hemos sido testigos ha sido inútil.

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El crítico Donald Richie ha señalado que, a pesar de ser un clásico de las chanbara, Hara Kiri es en realidad una película anti-samurái. Estoy de acuerdo con él. Es claro que Masaki Kobayashi veía en el código Bushido el huevo de la serpiente militarista que había envenenado la historia reciente de su país y que explicaba la escalada militar que, desde inicios del siglo XX, incitara al Japón a atacar sucesivamente a los rusos, los chinos y los norteamericanos, con devastadoras consecuencias para sus compatriotas y para el mundo.

Antes de Hara Kiri, Kobayashi había filmado entre 1959 y 1961 La condición humana, una ambiciosa y potentísima trilogía de nueve horas y media que narraba la peripecia de un soldado japonés en la Segunda Guerra Mundial, desde su enrolamiento en Manchuria hasta que, después de desertar, muere intentando cruzar la frontera china. La película tenía un fuerte corte autobiográfico: a pesar de sus convicciones pacifistas, Kobayashi había sido enrolado precisamente en Manchuria y peleado como soldado raso en la guerra, con la cual expresó su desacuerdo negándose una y otra vez a ser ascendido.

Hay que decirlo: Kobayashi es una estrella solitaria en el firmamento cinematográfico de su país. No recuerdo a ningún otro cineasta japonés que haya tratado como tema el autoritarismo nacionalista que embargó el Japón durante la Segunda Guerra. No recuerdo a ningún otro cineasta japonés, ni siquiera Kurosawa, que haya situado alguna película suya en esos álgidos tiempos históricos. Con o sin su irreverente insolencia. Ni antes ni después de Kobayashi.

Compárese la absoluta orfandad de películas japonesas que abordan la participación del Japón en la Segunda Guerra Mundial con la profusión de películas alemanas sobre Hitler y la Alemania bajo el régimen nazi. No se trata de una ilustración más de aquella famosa dicotomía entre honne y tatemae -es decir entre los deseos privados y la apariencia que se debe presentar hacia fuera, entre los sentimientos personales y lo que se percibe como realidad- que, según las guías de viaje, es característica del comportamiento de los japoneses. Incluso hasta ahora Japón no le ha pedido oficialmente disculpas a China por la matanza que sus soldados hicieran en Nanking en 1937, evento que ni siquiera sus textos escolares reconocen. Tal como se recuerda, en el lapso de apenas cuatro meses, perecieron en esta ciudad 260,000 chinos, civiles en su mayoría. No por arma de fuego sino por arma blanca. Traducción: no murieron fusilados, ametrallados o bombardeados sino sableados y tasajeados con saña, decapitados en torneos de habilidad y rapidez en el uso de la espada, muchas mujeres empaladas a bayonetazos después de haber sido violadas, antes de posar involuntariamente al lado de sus sonrientes y orgullosos victimarios en fotos para la posteridad. El profundo rencor de los chinos contra los japoneses es una olla a presión que, con el nuevo y creciente poder del Estado chino a inicios del siglo XXI, terminará estallando tarde o temprano en una guerra entre ambos países.

En nuestra siguiente entrega hablaremos sobre Hinobu Hashimoto -el extraordinario guionista de la versión original de Hara Kiri-, divagaremos sobre el rol minusvalorado de los guionistas en el mundo del cine, presentaremos a Takashi Miike, el controvertido y prolífico director de la nueva versión, y haremos un balance comparativo entre la versión original de 1962 de Hara Kiri y la versión de 2012.


Escrito por

Rafael Dumett

Dramaturgo y escritor peruano.


Publicado en

Espía inca

Un blog de Rafael Dumett