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Sobre “El agente secreto” de Joseph Conrad. Un drama doméstico disfrazado de novela de espionaje.

Publicado: 2012-07-02

(Dedicado a mis compañeros del grupo de lectura y discusión El Circulito).

Es el 12 de septiembre de 2001. Los últimos velos de oscuridad se han apartado de los cielos norteamericanos de la costa este, en que amanece primero. Pero las Torres Gemelas siguen sin estar ahí. El enemigo arquetípico que pobló las pesadillas estadounidenses durante la noche pasada sigue habitando su vigilia. Pero ya no tiene rasgos eslavos ni habla en ruso, como ayer. Como en las últimas cuatro décadas. Ahora lleva barba, túnica y turbante. Y habla en árabe.

Como es natural, los norteamericanos tratan de hacerse una idea de quién es su nuevo adversario. De cómo piensa y siente. De por qué los ha atacado con tanto odio. Los buscadores de Internet son mudos testigos de esta pesquisa frenética, con el aumento exponencial de las menciones de “Osama bin Laden” y “Al Qaeda” al final de sus cursores parpadeantes de curiosidad. Pero también albergan un renovado interés por textos literarios de la tradición anglosajona que tienen a terroristas como protagonistas y presentan sus puntos de vista. Que articulan la lógica que subyace a su furiosa vocación por el terror.

Una de las obras literarias más buscadas fue El Agente Secreto (1907) de Joseph Conrad, un escritor polaco que comenzó a escribir en inglés, su tercer idioma, a los 29 años. Que publicó por primera vez a los 37 y que es, sin embargo, el autor de la novela más leída, apreciada y estudiada en esa lengua: El Corazón de las Tinieblas. Si bien la preferencia por este clásico de la “novela con terrorista” es bastante comprensible, no deja de llamar la atención. Después de todo, hay otros importantes exponentes de este subgénero, incluso relativamente contemporáneos a El Agente…, como Los demonios (1871) de Dostoiévsky, La princesa Kasamassima (1886) de Henry James y esa joya delirante que es El hombre que fue jueves (1908) de Chesterton.

La presencia incipiente de terroristas –sobre todo anarquistas- en la ficción novelística de fines del siglo XIX y de inicios del XX no se debió a generación espontánea. Solo en 1878 hubo atentados contra la vida del Káiser alemán Guillermo I -dos veces, los dos fallidos- y del rey de Italia Umberto I -a quien otro ataque anarquista asesinaría finalmente en 1900. En el año 1881 fueron asesinados en atentados similares el zar Alejandro II de Rusia y el presidente norteamericano James Garfield. Otros tomaron la vida del presidente francés Marie François Sadi-Carnot (1894), del primer ministro español Antonio Cánovas (1897) y de la emperatriz austríaca Elizabeth (1898), la popular Sissi de la serie de televisión. En 1901 otro presidente norteamericano, William McKinley, sucumbió a otro ataque anarquista y en 1907, el año de la publicación de El agente…, los monarcas españoles sobrevivirían milagrosamente ilesos a una bomba escondida en un ramo de flores, aunque dejando una estela de doce transeúntes muertos.

La gestación de El Agente Secreto siguió inmediatamente a un periodo de dos años en que Conrad estuvo completamente concentrado en escribir Nostromo (1904), su “novela latinoamericana”, y Espejo del mar (1906), libro de corte fuertemente autobiográfico, en que cuenta sus experiencias como marinero y en el que “me había enfrentado honestamente consigo mismo y con mis lectores en cada línea”. A partir de entonces, como si la escritura de ese libro lo hubiese vaciado de todo lo que tenía que decir al respecto, Conrad abandona para siempre los escenarios marítimos de sus libros precedentes y suelta amarras en dirección a otros rumbos.

El Agente secreto marca pues el inicio de este viraje en la producción literaria del autor polaco. Como él mismo señala en sus “Notas” al final de la novela, esta tuvo su origen en una conversación casual con el escritor John Madox Ford en torno a un atentado fallido contra el observatorio de Greenwich, en Londres. Este había tenido lugar en 1894 y sus motivaciones nunca se pudieron esclarecer, pues su perpetrador, el francés Martial Bourdin, murió despedazado cuando la bomba le estalló en las manos poco antes de llegar a su destino.

La elección del objetivo del ataque era por lo menos curiosa. El observatorio de Greenwich no era el típico blanco predilecto de los terroristas, es decir algún político o gobernante de alto vuelo o algún edificio o residencia en que estos moraban o tomaban sus decisiones. Greenwich era más bien, y sigue siendo, el grado cero de longitud. La línea vertical imaginaria en torno a la cual se organizan las diferentes franjas horarias en todo el mundo. Que marca la pauta de la hora oficial en cada rincón del globo terráqueo.

Pero lo que, según confesión propia, desencadenó la imaginación febril de Conrad fue el comentario de su amigo, siempre bien informado sobre todo lo concerniente al medio anarquista. Ford señaló sucintamente: “Ah sí, el tipo ese que era medio idiota. Su hermana se suicidó poco después”. Con estas hilachas, el autor polaco empezó a tejer. Era claro para él que la novela no sería un roman à clef, juego banal en el que el autor propone al lector que juegue a adivinar a qué personas reales o históricas corresponden los personajes literarios que, con nombres diferentes del original, desfilan ante sí. Conrad mantuvo el observatorio de Greenwich como objetivo del atentado, pero modificó la fecha -que pasó a ser de 1894 a 1886- y, más allá de la anécdota básica, perfiló los personajes con prescindencia absoluta de información sobre los actores reales. Es más, evitó activamente saber de ellos. (Había leído, eso sí, el libro de memorias de un comisario de policía jubilado en cuya jurisdicción se hallaba el observatorio en el momento del atentado, que inspiraría a uno de sus personajes. Pero antes de saber que escribiría una novela inspirada en el evento.)

La trama concebida por Conrad sobre la base de estos escuetos materiales es interesantísima. La novela transcurre en Londres y su protagonista es el Sr. Verloc, propietario de una tienda de revistas pornográficas, anticonceptivos y baratijas de dudosa índole y procedencia, actividad que le sirve de cobertura para su verdadero oficio de agente secreto. El Sr. Verloc vive en aparente armonía con su mujer Winnie, su suegra y su cuñado Stevie, hermano menor de Winnie, quien tiene cierta incapacidad mental y dificultades para interactuar socialmente, que lo vuelven hipersensible a todo lo que le rodea. Ninguno de ellos está al tanto de la real ocupación del Sr. Verloc.

El Sr. Verloc visita a Vladimir, el representante de una embajada extranjera -que se nos da a entender es la rusa aunque sin mencionarlo explícitamente-, para quien trabaja como agente a sueldo. Ahí recibe el encargo de realizar un atentado terrorista que provoque una reacción represiva por parte de las autoridades inglesas contra los anarquistas, a quienes Vladimir y el gobierno al que representa consideran que las leyes británicas tratan con laxismo. El ataque debe estar dirigido además a un símbolo que encarne “la ciencia”, puesto que esta es admirada universalmente más allá de ideología y nacionalidad. Un atentado de esta naturaleza generaría, según Vladimir, una ola de repudio a la cual el gobierno inglés no podría permanecer indiferente.

Además de sus labores en la tienda, el Sr. Verloc frecuenta a un grupo de anarquistas de calaña y convicción diversa, con quienes suele tener discusiones políticas que nunca llegan a acciones concretas pues, por falta de convicción ideológica o simple cansancio vital, están en su mayoría retirados. Sea como fuere, la policía está al tanto de todo lo que hacen: el Sr. Verloc la mantiene bien informada de sus actividades. No solo es un agente al servicio de una embajada extranjera sino un doble agente al servicio de las autoridades de su país.

La novela le dedica poca atención a los pormenores del atentado en sí. Nos ofrece más bien un sutil retrato del agente Verloc, y los malabares que debe hacer para mantener separados su apacible vida doméstica, su trabajo de cobertura en la tienda y sus labores de espionaje para sus amos diversos. Y de cómo el precario equilibrio que ha construido se quiebra una vez que el atentado que se le había encargado sale mal. No daremos detalles de cómo y por qué. Solo que, como consecuencia, la aparentemente fiel Winnie termina asesinando a su esposo y suicidándose después.

Pero el Sr. Verloc no es el único retratado aquí. En su muy fluido y moderno recorrido por los diferentes puntos de vita de los personajes, zurcido con punto casi invisible, la novela también mira a través de los ojos de los anarquistas con quienes el Sr. Verloc suele reunirse -Karl Yundt, Michaelis, el camarada Ossipon y el “Profesor”, todos aparentemente inspirados en modelos reales-, de quienes ofrece un retrato impregnado de lo que Conrad denominó “burla compasiva”. Y también de los representantes de la autoridad, desconcertados existencialmente con los terroristas, esos delincuentes de nuevo tipo que no solo transgreden la ley sino que quieren destruir el sistema que la creó; que no muestran ni respeto por la autoridad, ni temor a perder la propia vida, monedas de cambio de la policía cuando se trata de delitos tradicionales. De Vladimir, el retorcido e inescrupuloso representante de la embajada extranjera. De Stevie, el muchacho de capacidades cognitivas limitadas pero con una capacidad monstruosa para la empatía, gracias a quien Conrad nos regala unas páginas memorables (léase y disfrútese en especial una escena en que Stevie se identifica con un caballo golpeado duramente por su amo). Y de Winnie, la esposa del Sr. Verloc, que nos conduce a un viaje sin retorno por la más absoluta desesperación. Pues esta novela, una de las primeras en tener como personajes a espías, no es en realidad una novela de espionaje. O no solo. Es también un devastador y conmovedor drama doméstico. En el que la trágica suerte del Sr. Verloc tuvo su origen en un supremo error: el de creer que lo amaban por sí mismo. Y la de la Sra. Verloc en el de otro error: que no podría sobrevivir sin su esposo.

Lo dejamos ahí. Solo nos queda añadir que en la vida y en la historia nadie sabe para quién trabaja. El agente secreto ha inspirado varias adaptaciones al cine, entre ellas una de Alfred Hitchcock –cuyo nombre es Sabotaje-, en el que la tienda de revistas pornográficas y chucherías es reemplazada curiosamente por un cine.

Ha sido también –paradójicamente- el libro de cabecera de Ted Kaczynski, The Unabomber, el terrorista norteamericano de ascendencia polaca que, entre 1977 y 1995, fue enviando cartas y paquetes con bombas en su interior. Que se identificaba profundamente con el personaje de “El Profesor”, uno de los anarquistas retratados en el libro, que solo salía a la calle con explosivos amarrados al cuerpo. Que, como él, fabricó e hizo detonar dieciséis bombas. Que se registraba en los hoteles utilizando diferentes versiones del nombre Conrad –Conrad, Konrad, Korzeniowski (el apellido original de Conrad). Que escribió un manifiesto que el New York Times y el Washington Post aceptaron publicar en sus páginas si él cumplía su promesa de no reventar más bombas. Que fuera atrapado gracias a que su hermano reconoció su estilo literario en las palabras del manifiesto y lo denunció. Y que dijera a sus padres, desesperados porque no sabían qué hacer con su incomprensible muchacho antisocial:

“Si quieren entenderme, lean primero El agente secreto”.


Escrito por

Rafael Dumett

Dramaturgo y escritor peruano.


Publicado en

Espía inca

Un blog de Rafael Dumett