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Balance y liquidación de Atahualpa - III (final)

Publicado: 2012-01-19

(Tercera parte)

Lo que empiezas a leer es la tercera parte de un juicio de Atahualpa, personaje de ambigüedad fundamental, cuyas captura y muerte nos han dejado un legado traumático que sigue rondando como una pesadilla recurrente la psique de los pueblos andinos.

Por juicio queremos decir un intento de evaluar con la mayor justicia posible el comportamiento de este Inca, a la luz de la información fiable que contamos sobre él. Seguiremos tratando, en la medida de nuestras posibilidades, de despojarnos de las inevitables anteojeras culturales que impiden usualmente comprender las acciones de personajes que vivieron en otros tiempos y con una visión del mundo completamente diferente de la nuestra.

En las dos primeras partes hicimos un somero inventario de lo que sabemos sobre su lugar de nacimiento –irrelevante- y su panaca de origen –irrelevante también. Dejamos en claro que su padre Huayna Cápac no lo consideraba un candidato viable para la sucesión, pero que esta desaprobación no lo deslegitimaba. Y evocamos la combinación de factores que desencadenaron su rebelión, más allá del dilema superfluo de cuál de los hermanos afrentó primero: la cercanía de Atahualpa a la nueva élite guerrera que había surgido en el norte y la insatisfacción de algunas panacas del Cuzco con Huáscar.

No nos detuvimos demasiado en la victoriosa campaña militar que le permitió convertirse en el nuevo Único Señor, pues esta fue llevada a cabo en su mayor parte por Challco Chima y Quizquiz, extraordinarios generales que, por las endémicas falencias de nuestra educación, no son familiares para el peruano promedio. Señalamos, sin embargo, algunos actos de represalia de Atahualpa contra los vencidos, de una extrema crueldad no inusual entre los gobernantes incaicos, pero que en su caso tuvieron un extraño trasfondo religioso: una exacerbada curiosidad por conocer los signos que le permitieran acceder al conocimiento de las fuerzas del mundo invisible, un evidente deseo de ganarse el favor de estas y su explosiva frustración al sentir que lo rechazaban.

Ha llegado el momento de hablar del comportamiento de Atahualpa durante el encuentro con los españoles, que selló la manera en que ingresaría a la historia, en la que ha permanecido en una especie de limbo en el que cohabitan el perdedor y la víctima por excelencia.

Como dijimos, nuestra intención al escribir esta entrada era hacer un juicio histórico a Atahualpa. No debemos ocultar al lector que, al comenzar a escribirla, teníamos una idea ya formada de cuál sería el veredicto (y la sentencia resultante). Pero todo lo que pensábamos se vio seriamente cuestionado cuando nos topamos con el iluminador estudio Domination Without Dominance de Gonzalo Lamana, publicado en 2008 y aún no traducido al castellano.

Lamana trata el encuentro de Cajamarca como un “proceso de contacto” entre dos culturas. Armado de un arsenal conceptual fogueado en el análisis de procesos similares en otros ámbitos y épocas, recupera aquella dimensión humana de sorpresa, incertidumbre e improvisación propias de estos encuentros iniciales, con frecuencia soslayadas en los recuentos de los conquistadores, preocupados en presentarse a sí mismos como agentes de la racionalidad en pleno control de la situación.

La imagen resultante de Atahualpa es interesantísima, y nos permite ir mucho más allá de las explicaciones usuales de su conducta durante el encuentro con Pizarro y su hueste, que suelen centrarse en las supuestas arrogancia e ignorancia del Inca (y de paso deslizar la idea subrepticia de una también supuesta inferioridad de los incas respecto a los españoles). Gracias a Lamana, el comportamiento de Atahualpa a lo largo de sus intercambios con los españoles se nos revela como una cadena de actos improvisados pero deliberados que respondieron a dilemas políticos y religiosos específicos, en los que tenía pocas alternativas y un reducido margen de maniobra.

Todo comienza cuando Atahualpa recibe las primeras noticias sobre los seres extraños que acaban de llegar a las costas del norte. Sus informantes son, respectivamente, un grupo de tallanes procedentes de Tangarará, un grupo de individuos no identificados y su enviado personal Ciquinchara. Lamana reconstruye el contenido de estos diálogos apelando a Betanzos, lo más cercano a una fuente de primera mano con respecto a los incas, y el cronista indígena Huaman Poma.

En las preguntas que Atahualpa hace a sus informantes queda claro que trataba de establecer si los extranjeros eran huacas –y, en caso afirmativo, quiénes-, con miras a decidir el curso de acción más apropiado. Inquiere por cómo se llaman -lo que no era una pregunta trivial, pues en el incario conocer el nombre de alguien servía para ubicar su procedencia geográfica-, el nombre de quien los manda, qué tipo de persona es el jefe, cómo está vestido, cómo hablan y de qué hablan.

No debemos olvidar la circunstancia desconcertante en que se producía esta pesquisa. El Inca acababa de estar en Huamachuco, donde le había consultado al huaca Catequil acerca de su guerra contra Huáscar, pero el sacerdote que hablaba por boca del huaca le había augurado un futuro nefasto (por lo que el Inca había asesinado a su sacerdote, derribado su bulto, destruido su huaca y arrasado la montaña en que se hallaba). Al mismo tiempo, venía de enterarse de que Challco Chima y Quizquiz habían obtenido la victoria definitiva contra Huáscar.

Como lo que responden los informantes no le permite llegar a una conclusión definitiva, Atahualpa opta por seguir el protocolo de comportamiento de un Inca ante personajes divinos, pero haciendo simultáneamente lo necesario para neutralizar los poderes de estos: lo que hoy conocemos como una escopeta de dos cañones. Es por ello que, en medio de grandes amabilidades, les envía a los españoles un cargamento de patos degollados. Lamana apela al erudito Polo de Ondegardo para explicar el sentido de este obsequio: los incas “sacrificaban pájaros de la puna cuando tenían que ir a la guerra con miras a disminuir la fuerza de los huacas de sus enemigos”.

Es claro que el Inca ha entrado con los recién venidos en una especie de competencia sobrenatural en un teatro político y religioso en el que hay mucha gente observando sus movimientos. No solo están los extranjeros sino también sus generales y tropas en Cajamarca y en el Cuzco. Y él, no lo olvidemos, es un Inca aún sin asentar. Con muchos enemigos abiertos y ocultos. Con problemas serios de legitimidad religiosa: el huaca de Huamachuco, de gran importancia, le había dado malos augurios, y toda la clase sacerdotal del Cuzco había apoyado a Huáscar.

Es en este contexto que, según Lamana, los capitanes intervienen y le dicen a Atahualpa que debe ver a los extranjeros y establecer de una vez si son runa quiçacha, destructores de gente, o viracochacuna, seres divinos benefactores. Ni para estos capitanes ni para Atahualpa existe la posibilidad de que sean conquistadores.

Con miras al encuentro en que ha decidido confrontarlos, Atahualpa alterna con los visitantes los gestos de amabilidad con los de intimidación, de cautela con los de incertidumbre. A partir de cierto momento, ya no hay mensajeros ni suministros a los españoles. Los cargadores desaparecen. Los pueblos por los que pasan los españoles están deshabitados y en algunos casos los canales de irrigación inundan los ríos por los que los tienen que cruzar.

Pero para Lamana, a pesar de la ambigüedad de estos gestos, Atahualpa no tenía alternativa: estaba obligado a confrontar a los visitantes en un espacio religioso como la plaza, entre otras razones porque él era un mediador entre lo normal y lo sobrenatural y el carácter extraordinario y posiblemente divino de los recién llegados era innegable. Si bien podía delegar las actividades militares a sus generales y sus ejércitos, que peleaban literalmente en su lugar –portando un bulto con sus uñas y su pelo- contra seres humanos, la intervención personal del Inca era necesaria cuando se trataba de seres divinos. Confrontarlos involucraba el despliegue de poderes sobrenaturales y era una tarea que le correspondía solo a él. No se trataba, para Lamana, de un acto arrogante que tuvo como consecuencia un error de cálculo.

Lamana presenta también una interesante hipótesis sobre lo que pudo ser el diálogo entre Atahualpa y Valverde, que va en el mismo sentido de lo anterior. Según él, Atahualpa estaba buscando una prueba definitiva de que los visitantes eran huacas y, a partir de un malentendido en la traducción, esperaba hallarla en el objeto que le alcanzó Valverde. Atahualpa lo acercó a su oído para escuchar lo que tenía que decir, pero como este no hablaba –hablar era la facultad principal de los huacas- el Inca lo arroja, pues queda para él demostrado que los visitantes no son, como él pensaba, huacas redivivos. El curso de acción alternativo, que según Lamana Atahualpa decide entonces emprender, era considerarlos como simples ladrones y atraparlos. Sin embargo, esto fue interrumpido por la súbita arremetida de los españoles, que iniciaron en ese momento la arremetida que culminaría con la captura violenta del Inca.

Creemos que las explicaciones de Lamana en este punto no se sostienen. Concordamos con él en que la presencia de Atahualpa en la plaza de Cajamarca no era un alarde de arrogancia, pero tendemos a creer que el error de cálculo sí existió. Si el Inca ya contaba con informes previos de los poderes de los extranjeros y si consideraba seriamente capturar a los extranjeros una vez que se demostrara que no eran huacas ¿por qué se presentó a la plaza con tropas desarmadas, tal como lo atestiguan las fuentes más confiables, como Xerez y Cieza? ¿Por qué no hizo caso de las prevenciones del general Rumi Ñahui, que recomendaba aniquilar a los visitantes?

El retrato del Atahualpa capturado que Lamana nos presenta nos parece más verosímil. Al darse cuenta de que no será ejecutado inmediatamente, el Inca decide controlar los daños que implican su captura. Hace correr la voz de que sigue vivo y esparce rumores que exageran el carácter divino de los españoles, lo que hace posible explicar el que lo hayan atrapado, algo chocante para sus súbditos, pues el Inca era invencible por definición. Además, estos rumores –que presentaban a los caballos como seres divinos que se alimentaban de oro- le permiten presentar la recolección del metal solar por parte de los españoles de una manera que fuera comprensible a los curacas y guerreros encargados de llevarla a cabo, dado que la noción de “rescate” no existía en los pueblos andinos.

Otra preocupación de Atahualpa, señalada no solo por Lamana, es neutralizar la posibilidad de que los españoles liberen a Huáscar y lo restituyan como Inca. Y para ello, mediante una treta muy hábil -lamentar la muerte de su hermano, al que presenta como ya asesinado por un “exceso” de sus generales- Atahualpa logra sondear la reacción de Pizarro y da el visto bueno para su eliminación. (Esta treta ha sido mencionada por lo menos en las crónicas de Betanzos, Pedro Pizarro y Agustín de Zárate).

El estudio de Lamana nos permite ver, asimismo, cómo Atahualpa utilizó políticamente a los españoles. Cómo el hecho de enviar a Hernando Pizarro a arrancar el oro de Pachacámac tiene todos los visos de ser una vendetta político-religiosa de Atahualpa contra este huaca. Pachacámac, la divinidad no inca más importante, le había augurado a Huayna Cápac, su padre, que se curaría si se exponía al Sol (y Huayna Cápac había muerto), que Huáscar derrotaría a Atahualpa (y había perdido) y que Atahualpa derrotaría a los españoles (y había sido capturado por ellos). Esta represalia se condice además con la actitud agresiva general de Atahualpa con respecto de las divinidades religiosas, cuyo favor él había buscado al parecer de manera desesperada, pero que, tal como dijimos, solo había suscitado malos augurios, el modo divino de manifestarle su rechazo.

Argumenta Lamana, y de manera convincente, cómo el envío de tres españoles al Cuzco a recoger el oro del Coricancha –una iniciativa de Atahualpa- corresponde al mismo patrón vengativo. Recordemos que la clase sacerdotal de la capital imperial, encargada del cuidado de este templo, había tomado partido por Huáscar en el conflicto entre los hermanos. Arrancarles el oro de ese templo era una manera de golpearlos en donde más les dolía. Esto adquiere aún más sentido cuando vemos que Atahualpa había dado instrucciones explícitas de que los españoles no tocaran el oro de la momia de su padre, que se hallaba en otro templo.

Lamana nos muestra también cómo, al interior de Cajamarca, Atahualpa continúa con su política de control de daños y hace lo que los Incas solían hacer para neutralizar a sus potenciales enemigos: emparentarse con ellos. Y es por eso que le entrega a Pizarro a su hermana la princesa huaylas Quispe Sisa. Al mismo tiempo, vemos cómo el Inca refuerza los ritos destinados a subrayar su jerarquía –tratando constantemente de que Pizarro también la respete y haga respetar-, y manda castigar, a pesar de sus limitaciones espaciales, a todo aquel que percibe como una amenaza.

Los aportes de Lamana proporcionan luz nueva sobre ciertos comportamientos de Atahualpa que parecían ininteligibles. Pero no logran explicar –no es su intención- algunos que tuvieron una importancia decisiva en cómo este Inca terminó.

Seguimos sin comprender, por ejemplo, por qué Atahualpa se presentó a la plaza de Cajamarca con tropas desarmadas. Por qué ordenó al general Challco Chima que se entregara a Hernando Pizarro y fuera con él a Cajamarca: Challco Chima, que se hallaba al mando de decenas de miles de guerreros, era el hombre más temido de todo el Tahuantinsuyu y quizá el único capaz de hacer frente a los españoles y emprender la liberación del Inca. Algo nos dice Betanzos sobre un ataque de furia que tuvo Atahualpa contra Challco Chima en plena campaña militar contra Huáscar, cuando el guerrero le solicitó arcos, flechas y macanas, y de la orden –extraña y absurda- que dio Atahualpa de mandarlo atrapar (y que nadie se tomó el trabajo de obedecer). ¿Celos de un guerrero de valentía indiscutida al que todos temían y respetaban?

Seguimos sin comprender, también, la actitud reticente de Atahualpa con respecto a los intentos de liberarlo de parte de algunos generales, que, según los rumores, rondaban con sus ejércitos las cercanías de Cajamarca. Si estos rumores eran falsos, como el Inca insistió en sostener hasta el final ¿por qué su pasividad? Y si no lo eran ¿por qué no dio su autorización? ¿El Inca tenía miedo de morir, lo que iba a ocurrir de todas maneras?

Pensamos que aquí el Inca cometió de nuevo un error de cálculo. Después de utilizar a los españoles para tomar represalia contra sus enemigos políticos y religiosos tanto en Pachacámac como en el Cuzco y manipular el aura de los extranjeros en su propio beneficio, creyó que no lo matarían si él seguía satisfaciendo su apetito insaciable por el oro. En algún momento, muy probablemente a mediados de junio de 1533, cuando los españoles empezaron a fundir el metal recabado para convertirlo en barras y hacer la repartición, se dio cuenta de su error. Pero ya era demasiado tarde.

Según Pedro Pizarro, el Inca empezó a temer por su vida cuando llegó Almagro a Cajamarca y llegó a la certeza de que moriría cuando Hernando Pizarro, que era su “amigo”, partió de Cajamarca. “Y un día, estando comiendo con el Marqués, le preguntó de cómo había de repartir los indios entre los españoles. El Marqués le dijo que había de dar un cacique a cada español […] Atahualpa dijo: “-Yo moriré: quiérote decir, apo, lo que han de hacer los cristianos con estos indios para que se puedan servir de ellos: si a algún español dieres mil indios, ha de matar la mitad para poderse servir dellos”.

Atahualpa fue ejecutado el 26 de julio de 1533. Pizarro decidió inicialmente quemarlo, pero cuando el Inca aceptó bautizarse –pues el hecho de que su cadáver fuera profanado por el fuego impediría el acceso del Único Señor a su Vida Siguiente-, la pena se le conmutó a la del garrote.

A la luz de lo señalado en esta entrada, que ya se ha alargado demasiado, no vemos manera de que Atahualpa salga bien librado en el tribunal de la historia. Es tiempo, creemos, de que digiramos la captura y la muerte de este Inca no focalizándonos exclusivamente en su calidad de víctima, que lo fue, para empezar a ver su ejecución como lo que también fue, una conspiración colectiva en que se mancharon las manos, y con razón, no solo los españoles, sino también los miembros de la panaca de Huáscar, una larga serie de grupos étnicos que se aliaron espontáneamente con los extranjeros en contra del Inca. Y Atahualpa mismo, que contribuyó con sus indecisiones y errores de cálculo a su propia muerte.

Si algún lector quiere asumir la defensa de Atahualpa, estamos abiertos a escuchar sus argumentos, que serán bienvenidos.

(Nota: El primer dibujo de la derecha pertenece a Héctor Osvaldo Pérez).


Escrito por

Rafael Dumett

Dramaturgo y escritor peruano.


Publicado en

Espía inca

Un blog de Rafael Dumett